En las últimas semanas, los diputados han librado una carrera contra reloj aprobando cuanta iniciativa fuese posible antes que este jueves el reloj marque la finalización de la última sesión del período constitucional 2018-2022.
Quedan en el recuento positivo de la gestión la compleja aprobación de la ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, la ley de huelgas, la ley de Empleo Público, las leyes de implementación del ingreso de Costa Rica a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el nuevo y necesarísimo reglamento legislativo, la nueva ley de zonas francas para apuntalar el desarrollo periférico del país, la prometedora legislación para el agua de Guanacaste, las leyes de emergencia para la atención de la pandemia y muchas otras más.
El que concluye será un Congreso, reconocido por propios y extraños como paradójico: por un lado, inusualmente productivo en tópicos extremadamente importantes para el país, y por otro, con sensibles omisiones y debilidades en sus capacidades de autocrítica y control político, particularmente en un aspecto delicadísimo, como la penetración del narcotráfico en áreas del poder.
La Asamblea Legislativa es -ni más ni menos- que la expresión acabada de la fragmentación que padece el sistema costarricense con sus cada vez mayores defectos y disminuidas virtudes. No se trata de dramatizar al respecto, pero sí de apuntar las muchísimas posibilidades de mejoramiento que el agotamiento del modelo ofrece.
¿Habría que pensar en cambiar la forma de elección de los legisladores? ¿Cómo mejorar la representación política? ¿Es posible mejorar el Primer Poder de la República, sin una sensible intervención de los partidos políticos? ¿Cómo mejorar la rendición de cuentas y la autoevaluación de los mismos integrantes que gozan de inmunidad?
En Hablando Claro hacemos un balance de la gestión desde la perspectiva de dos de los 57 actores que dejan sus curules. La diputada oficialista Laura Guido y el diputado liberacionista Wagner Jiménez.