Estamos perdiendo vidas valiosísimas de manera absurda. Sin sentido. Y no, hoy no hablamos de pandemia. Hablamos del nefasto coctel de negligencia, impericia e imprudencia que mata en las carreteras nacionales y para ser más precisos aún, mata a personas en su mejor momento de productividad y realización. Fríamente se trata de recursos invaluables de la sociedad. Emocionalmente se trata de padres, hijos, hermanos, afectos irrecuperables que truncan familias enteras.
El año que acaba de concluir, 365 conciudadanos perdieron la vida en las vías. Casi la mitad (143) de ellos tenían menos de 30 años y prácticamente cien (97) estaban entre los 31 y los 40 años. Otro medio centenar de personas tenían aún por delante muchos años de vida que se truncaron, pues apenas llegaban a los 50. Pero, reiteramos, no son cifras. Son duelos y tragedias que marcan por siempre.
Lo más peligroso, lo sabemos todos, es jugarse la vida en la nocturnidad. Uno puede manejar con mucho cuidado, a la defensiva, pero no será suficiente si alguien invade el carril contrario o simplemente pierde el control y arremete contra lo que se le ponga por delante. No hay duda. De los 365 fallecimientos, 213 ocurrieron durante entre las 6 de la tarde y las 6 de la mañana.
Pero con no salir de noche tampoco estamos suficientemente seguros al frente del volante. Hubo 152 muertos entre las 6 a.m. y las 6 p.m. La mayoría (93) del mediodía al atardecer.
Estas terribles y frías estadísticas, no dan cuenta del drama total de la accidentabilidad en las carreteras. Muchas víctimas sobreviven pero en la supervivencia inician el calvario de una vida postrada por lesiones permanentes y congojas de sostenimiento y manutención propias y de sus dependientes.
¿Qué elementos disparan la conducta humana al frente del volante? ¿Cómo cambiar esta dura realidad? Conversamos con el inspector Oscar Araya, Director de Capacitación de la Policía de Tránsito.