El otorgamiento de dádivas para acceder a contratos de obra pública y la apuesta al financiamiento de campañas electorales siempre han sido caras de la misma moneda.
Por eso no es de extrañar que en las denominadas operaciones Diamante y Azteca, (como secuelas de Cochinilla) estén saliendo a relucir conexiones entre alcaldes, regidores y al menos un aspirante a diputado y empresarios que financiaron (o estaban financiando) sus campañas, como tampoco da para sorprenderse que en meses pasados se establecieran nexos entre sujetos ligados al lavado de activos con diputados, alcaldes, regidores.
La corrupción, desde el Imperio Romano (y seguro aún antes) busca por todos los resquicios posibles, penetrar en las estructuras del poder para beneficiarse al margen de leyes, normas y procedimientos y aunque parece ser inevitable que exista -porque es consustancial a la naturaleza humana- lo cierto es que en tanto operen los mecanismos de sanción que eviten la impunidad, es decir, en tanto la institucionalidad responda, no todo está perdido.
El problema de fondo, sin embargo, es el incuantificable costo que representa para la democracia la desilusión, el desconcierto y hasta el hastío que se produce en la ciudadanía con cada destape.
Y esos son los tiempos que vivimos. Por un lado, desvelamos los negociados de la corrupción y por otro, la gente se indispone contra el sistema. De estos malestares, del soporte institucional y de los tiempos que vivimos, conversamos con el politólogo especialista en temas de corrupción, Eduardo Núñez.