Ya en condición de expresidente, Donald Trump evitó salir condenado en el veloz segundo juicio político. No alcanzaron los siete votos republicanos que apoyaron la censura impulsada por los demócratas y la posición de otros senadores que también lo consideraron culpable por instigar al asalto al Capitolio el 6 de enero, aunque dudaron de la validez de juzgar a alguien que ya no gobernaba.
No es, evidentemente, lo que deseaba el partido que ahora dirige Estados Unidos con Joe Biden a la cabeza, pero no deja de ser también una forma de pasar la página y permitir que los recursos políticos se concentren en atender las urgentes tareas de sanidad, economía y fluidez de las relaciones institucionales para la estabilización social en momentos abrasivos.
Los desastres del 6 de enero, con un saldo de cinco muertos, fueron un ejemplo de ese contexto tóxico. Los senadores fueron víctimas y resultaron siendo testigos en el proceso en que también actuaban como jueces, en un complejo impeachment que pretendía inhabilitar a Trump de por vida y que, sin embargo, deja impune su papel de aquel miércoles bochornoso. Vale preguntarse hasta qué punto se liquidó el capital político del magnate.
Es, quizás, el capítulo final de la novela electoral que empezó en noviembre y que dio mil vueltas. Recordemos la resistencia de Trump a reconocer el resultado y cómo a ello respondía la turba que invadió el Capitolio.
Son pasos críticos del comportamiento de una democracia en crisis que intenta solucionar sus problemas sosteniéndose en los recursos del sistema de pesos y contrapesos. Y esto, queramos o no, repercute en otras democracias. Al análisis nos abocamos con el periodista y exembajador Eduardo Ulibarri.