Una idea optimista de inicios de la pandemia planteaba que esta emergencia nos forzaría a ser sociedades más solidarias, más justas, más tolerantes y con mayor claridad en las prioridades hacia el futuro.
Llegados ya a junio, con tres meses de COVID19 en nuestro país y sin que ningún país pueda declararse libre del virus, tenemos hechos para refutar aquella idea optimista. Las sociedades son las que son y vienen de donde vienen, con enormes desigualdades arrastradas por décadas y con pugnas acentuadas por las mayores carencias que depara la pandemia a nuestras economías.
El ejemplo inevitable es Estados Unidos, un país complejo y referente donde el conflicto racial ha desplazado de las portadas a los desastres del coronavirus (aunque en el fondo ambos temas se conecten).
Con más o menos elocuencia, los países latinoamericanos también viven sus pulsos y solo a veces transcurren a través de la política, como suele ser en Costa Rica. Aquí el dilema surge al plantear el futuro inmediato (el déficit, el tren eléctrico, las poblaciones rezagadas, la competitividad...) sin que hayamos superado aún la emergencia sanitaria, como lo demuestran las cifras de la última semana y el nuevo récord de contagios en una jornada: 55 entre sábado y domingo. Tenemos ahora 604 casos activos, el pico más alto. Como país no tenemos derecho a relajarnos ni a dejar de trabajar para "el día después".
¿Estamos haciendo la tarea? ¿Nos ha provocado la pandemia alguna actitud diferente? ¿Hay en el cauce político al menos indicios de que hemos aprendido la lección? Las preguntas no son fáciles, lo sabemos, pero la expresidenta Laura Chinchilla nos puede dar luces.