Por décadas aceptamos como un hecho indiscutible que lo prudente, lo correcto, lo menos peligroso para no generar efecto contagio, era no plantear abiertamente el tema. Hoy no. Hoy las sociedades descorren el velo respecto del drama familiar y el costo social que implica la auto eliminación de uno de sus miembros, a pesar del fardo de la estigmatización que subsiste.
Por supuesto también en nuestro país el suicidio ha adquirido categoría de crisis, por el aumento en el número de casos -tanto llevados a término, como intentos fallidos- por la carencia de políticas públicas de prevención y atención oportuna de ésta expresión extrema de la salud mental y por las presiones de muy diversa índole que se imponen en la vida cotidiana.
De acuerdo con las frías pero imprescindibles estadísticas, quienes deciden acabar con su vida, encuentran en todos los grupo etareos aunque con fuerte énfasis entre los 20 y los 34 años, son personas de diversos oficios pero especialmente en agricultura, en tareas del hogar, en el desempleo o como estudiantes o comerciantes. Además, están registrados en todas las condiciones civiles, pero sí son mayoritariamente hombres.
¿Quiénes en una sociedad corren más riesgo de activar la válvula de escape final que implica la autoeliminación? ¿Cuál es el peso de los antecedentes familiares? ¿Cuánto daño está haciendo el endeudamiento extremo o la imposibilidad aún de aceptarse y ser aceptado en una condición de identidad sexual diversa? ¿Qué podemos hacer para detener esta crisis?
El psicólogo Mauricio Campos de la Asociación Costarricense de Estudio y Prevención del Suicidio, nos ayuda a poner en perspectiva el tema.