El estallido social generalizado en Panamá, que cumple tres semanas ya, tiene un elemento que lo desató, pero no cuenta con una dirección única y tampoco vislumbra un punto de llegada.
Desde el inicio de año ya se venía gestando una tensión por el tema minero, pero fue el 20 de octubre que reventó por la aprobación, en 72 horas, del contrato de concesión a Minera Panamá, que se suma a otras 15 otorgadas y que consolidan la actividad extractiva más grande de la región centroamericana.
A estos movimientos, los más grandes de los últimos 30 años, se suman una serie de yerros de las autoridades canaleras. A la rápida aprobación legislativa le siguió la firma presidencial para convertirla en ley, luego la voluntad de resolver por consulta el rechazo popular, pero que no llegó a prosperar, para entonces pasarle la decisión a la Corte Suprema de Justicia y aprobar una ley de moratoria minera, que dejaría sin efecto la polémica concesión, pero a un posible costo millonario por incumplimiento contractual.
Pérdidas estimadas en $1.500 millones, desabastecimiento de alimentos, gasolina, cierre de carreteras, paros por todo el país y paralización del transporte terrestre asociado a la actividad del Canal, son algunos de los costos que enfrenta el país.
Pero al abrir el foco hay más de fondo. Una queja de crecimiento económico sin bienestar social, una democracia que no logra ajustar los niveles de desigualdad y un sistema de partidos políticos con dificultad para canalizar las demandas de la ciudadanía y los sectores. Ya esto era evidente en las manifestaciones de julio del año pasado.
Para conocer de primera mano qué sucede conversamos con Sergio García Rendón del Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales de Panamá.
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