Es la marca por excelencia de nuestra excepcionalidad como conglomerado social. No es única en el mundo, pero si nos hace parte de un exclusivo pequeño grupo de Estados del planeta: aquellos que decidieron vivir sin fuerzas armadas.
Para muchos habitantes del globo eso resulta inconcebible hoy, y seguramente lo parecía más increíble 73 años atrás, en el contexto del surgimiento de la Guerra Fría tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial y en el entorno de las dictaduras latinoamericanas.
Pero para nosotros, en cambio, lo inconcebible sería tener ejército. Ninguno de nosotros podría imaginarse como una Costa Rica con milicias, tanques, cohetes y lanza granadas, con chicos asistiendo al servicio militar (voluntario u obligatorio). Ninguno. O casi ninguno.
Lo nuestro es, por encima de las diferencias y las acostumbradas quejas que reflejan nuestras inconformidades democráticas cotidianas, el orgullo y la tranquilidad de sabernos un país sin ejército. De saber, como lo dijo en su día el filántropo japonés Ryoichi Sasakawa, y nos encanta repetir cada año, que es “dichosa la madre costarricense que sabe, al dar a luz, que su hijo nunca será soldado”.
Por eso, cada primero de diciembre en la celebración de un aniversario más de la Abolición del Ejército, vale la pena recordar los hechos históricos, políticos y culturales de este signo distintivo costarricense. Rememorar para traer a valor presente la responsabilidad que heredamos y la que debemos heredar también a las generaciones venideras, particularmente mejorando como sociedad. Y en Hablando Claro lo hacemos con la historiadora Mercedes Muñoz Guillén.