Cada campaña electoral es única en su puesta en escena. La actual, por ejemplo, se presenta sui géneris por el abultado número de protagonistas que aspiran al difícil favor de los votantes que, por lo demás, terminaran por decidirse acaso en los días previos al primer domingo de febrero y de aquí a ese entonces, podrían incluso decantarse varias veces por opciones diametralmente diferentes. Así, en este nuevo capítulo de nuestra democracia electoral, prácticamente todo el guion está por escribirse.
Pero sin ánimo agorero, también sabemos desde ya, que algunos episodios sí o sí se repetirán, con sus muchos matices. Uno de ellos es el histórico e infaltable papel de los medios de comunicación y sus periodistas de oficio frente a la tirantez que implica la relación con partidos y políticos en el complejo tinglado de campaña electoral. El otro, de mucho más reciente data, pero totalmente anclado en el escenario, es el de las redes sociales, con sus claroscuros; es decir, con lo bueno que tienen para ofrecer, pero también con toda la carga de mentiras, medias verdades, insultos y descalificaciones. Descalificaciones muchas veces -a falta de ideas y buenos argumentos- dirigidas a los mensajeros y no a los mensajes. Artillerías de grueso calibre, en términos de sus consecuencias para una ciudadanía ya de por sí desorientada por la inundación de ofertas y presa de teorías y elucubraciones de todo tipo. Desde las más absurdas falacias, hasta las pujas por la adhesión de los codiciados votos que pretenden alimentarse del ataque a la prensa.
Así que al aluvión de sobre información -ungüento del que ya han ingerido mucho con la pandemia- los ciudadanos se enfrentan hoy por hoy, a la disyuntiva de ¿qué creer, y a quién(es) creerle? Con el agravante de que si algunas de las teorías conspirativas emanan de actores mediáticos, la cuestión se torna aún más complicada. El discernimiento, pues, estará a prueba.
Hacemos nuestro Hablando Claro sobre el tema con el politólogo Gustavo Araya y el periodista Cristian Cambronero.