Por Fernando Ferraro
El indigenismo y el eurocentrismo son dos enfoques distorsionantes que bien haríamos en desechar con energía cada vez que surgen. El primero es un sinsentido que niega el aporte, indispensable para entendernos, de la complejísima realidad humana, cultural, económica y política, precolombina. El segundo conlleva la misma negación, pero esta vez contra el aporte humano, cultural, económico y político que llegó a bordo de La Pinta, La Niña y la Santa María.
Los argumentos que rechazan la celebración del 12 de octubre con base en la opresión contra las poblaciones originarias, deben revisarse, no para esconder esa historia, sino para entender que aún después de liberarnos de los imperios español y portugués, la represión y la violencia no sólo continuaron, sino que se agravaron, se transformaron, crecieron y llegan hasta nuestros días. No es un consuelo, sino una dosis de realismo y sentido común cuya consecuencia es entender que la responsabilidad de superar los traumas que aún persisten, es nuestra. Una consideración que da un sentido diferente y un mérito mayor a procesos como el que vive hoy la sociedad colombiana, y han experimentado otras en el pasado, pues las raíces de estos conflictos se hunden más allá de las contradicciones de la independencia.
La realidad es que ninguno de los estados americanos, desde Canadá hasta Argentina y Chile, existía antes de que la conquista y colonización europea comenzaran con la llegada de Colón. Así, el 12 de octubre de 1492 es la fecha de la concepción. Si antes habían llegado chinos, celtas o vikingos, es relevante para otros fines, pero no para entender el origen de las Américas.
Todos los países que hoy forman parte de la Organización de Estados Americanos, y obviamente la afirmación vale para Cuba aunque no la integre, son el producto de ese proceso de 300 años que fusionó las culturas y poblaciones precolombinas con las europeas, dando como resultado el nacimiento de una lista de nuevos estados que comenzaron a eclosionar en 1776 con “las 13 colonias”, siguió con Haití en 1804, pasó por Venezuela y nueva Granada en 1810, y llegó hasta la constitución canadiense de 1982 como Estado independiente, después de un larguísimo proceso que comenzó 1867.
La independencia de Costa Rica, la formación de su Estado y la fundación de la República el 31 de agosto de 1848, es un proceso desarrollado en varios actos, que también arrancó el 12 de octubre, y que a lo largo de casi 200 años se ha nutrido de las relaciones con otros países, y de la incorporación de numerosos inmigrantes asiáticos, africanos y europeos que adoptaron Costa Rica y a su vez fueron adoptados por ella.
Las vidas de Quince Duncan, Littleton Bolton Jones, Rigoberto Stewart, Eulalia Bernard, Colón Bermúdez, Sasha Campbell, Nery Brenes, Hanna Gabriels o Paulo César Wanchope, ilustran lo dicho; al igual que las de Samuel Rovinski, Haydée de Lev, Jacobo Shifter o Rebeca Grynspan, que es precisamente lo mismo que nos cuentan las experiencias vitales de Richard Beck, Walter Kissling, Vito Sansonetti, Hilda Chen Apuy, Franklin Chang, Isidro Con, Sylvia y Claudia Poll, Adrián Robert, Benjamín Mayorga, Marcelo Gaete, Sara Astica, Ana Poltronieri, Tatiana Lobo y más lejos en nuestro pasado, las de Rafael Francisco Osejo y Ascensión Esquivel. Todos los costarricenses, de una forma o de otra, podemos vernos reflejados en la vida de ellos.
En consecuencia, el 24 de agosto de 2015 el Presidente de la República firmó la reforma del artículo 1 de la Constitución Política, mediante la cual Costa Rica se reconoce a sí misma como una república multiétnica y pluricultural. La iniciativa fue presentada por la diputada Jocelyn Sawyers (PLN 98-2002) y promovida con entusiasmo por las actuales congresistas Epsy Campbell (PAC), Maureen Clarke (PLN) y Sandra Piszk (PLN).
Así que no hay mucha vuelta que dar al asunto. Para Costa Rica, y para cualquier país iberoamericano, porque esto vale también para Portugal y España, países de origen mestizo, el patriotismo o el nacionalismo, si prefieren llamarlo así, o es abierto e inclusivo, o no es patriotismo, sino la negación de nuestro propio ser. Ese es el significado que debemos rescatar del 12 de octubre, porque el aspecto negativo y oscuro que se le atribuye no cambió después de la independencia, y es uno en el que colectivamente, todos somos herederos de las víctimas y de los victimarios.