Por Fernando Ferraro Castro
Cuando uno logra trascender el pesimismo y la superficialidad del debate público, consigue entender que Costa Rica es un país relativamente exitoso gracias a decisiones implementadas a lo largo de su historia. Una trayectoria marcada por la evolución de su democracia, ante la cual debemos hacer el esfuerzo de ponernos a la altura. En 1989 la administración Arias celebró el centenario de nuestra democracia al recordar la defensa que la ciudadanía hizo del resultado electoral que llevó a José Joaquín Rodríguez a la Presidencia de la República. El general José María Pinaud describió el 7 de noviembre de 1889 como el día del nacimiento de nuestra democracia. Lo hizo en 1942 en el libro “Epopeya del Civismo Costarricense”.
El significado de aquella gesta, trasladado al presente, impone entender que la democracia es mucho más que un proceso para llenar vacantes o repartir honores. La democracia es un método para tomar decisiones, materia prima para ejercer el gobierno desde cualquier punto de vista, pero sobre todo en el sentido amplio del artículo 9 de la Constitución Política.
Carlos Alvarado, Juan Diego Castro, Edgardo Araya, Sergio Mena, Rodolfo Piza y Antonio Álvarez Desanti, además de otros que se anunciarán, van a competir por ese mandato.
Aunque nos encanta repetir aquello de que nuestro futuro no depende de ningún político, lo cierto es que la experiencia de democracias como la venezolana, que no resolvieron a tiempo sus problemas fundamentales, aconsejan mirar más allá de nuestras narices, y poner atención a cada uno de los candidatos.
Al valorar su historial y la correspondencia de este con su discurso, debemos tener presente que hay particularidades de la realidad costarricense que hacen que gobernar requiera mucho más que honestidad y buena voluntad. Hay razones estructurales y circunstanciales que obligan a construir acuerdos hasta para las cosas más básicas. Esto hace que el enfoque confrontativo de la política sea contraproducente al gobernar, por más tentador que resulte en campaña. El problema de esto no es reconocerlo, pues la evidencia sobra, sino que la misma lógica de una campaña electoral atenta contra la posibilidad de actuar en consecuencia.
Las elecciones son un juego de “suma cero” donde para que uno gane, todos los demás tienen que perder. Esto nos condena a las previsibles peroratas sobre quien es el más capaz, el más corrupto, el más “esto” o el más “lo otro”.
La superficialidad y el cinismo predominante en el medio político, hace que muchas personas insistan en la necesidad de “propuestas nuevas” como elemento para tomar una decisión electoral. El problema es que en una sociedad con el nivel educativo y con el acceso a la información que tenemos en Costa Rica, prácticamente ya se ha discutido todo, abundan los diagnósticos y las posibles soluciones en la forma de planes, programas y proyectos de ley, así que difícilmente haya un candidato con algo verdaderamente nuevo que decir. De hecho, esto hará que algunos aspirantes traten de diferenciarse y de desviar la atención de sus deficiencias, mediante la explotación electorera de la corrupción y la inseguridad.
En consecuencia, hay dos consideraciones que me parecen relevantes como conclusión de esta reflexión. Para ilustrar la primera, permítaseme recurrir a la experiencia de Macron, que ganó en Francia ofreciendo un conjunto de “soluciones” que estuvieron presentes en el debate público de ese país desde hace años. Su europeísmo y todo lo que implica, por ejemplo, era la opción correcta, pero no tenía nada de novedoso. Así que su ejemplo debe valorarse sin caer en el cliché de las “ideas nuevas”. Ahí no está la explicación principal de su triunfo. Así como Trump canalizó lo más negativo de la ciudadanía estadounidense, Macron fue el catalizador de una ilusión y una confianza renovada en la política cuya explicación está directamente relacionada con su persona, trayectoria y discurso. Que su popularidad comience a ceder ahora que está al frente del gobierno, es algo normal dentro de límites razonables.
La segunda consideración es que ser un buen candidato es algo diferente a ejercer una buena presidencia, así que no deberíamos distraernos con el zipizape de los aspirantes.
De esta forma, aunque la campaña electoral esté marcada por la influencia de asesores que la entienden como “show businnes” y “entertainment”, en la Costa Rica de hoy, aquello que permitirá dirimir quien está mejor preparado para gobernar el futuro desde el presente, está en aquél que tenga más clara la importancia central de un “Pacto de Estado”, del que mucho se ha discutido y cuya importancia se pondrá nuevamente en evidencia tras el resultado electoral de 2018. Desde ya hay que tender puentes. La decisión fundamental del votante costarricense debe concentrarse en seleccionar a quien sea más capaz de lograr una hoja de ruta en la que se vea reflejada una mayoría incluyente, que, al mismo tiempo, trascienda a los partidos políticos. Para esto se necesita una concepción clara de la Costa Rica en que debería vivir la próxima generación, y un conocimiento de la problemática nacional y de la administración pública que demuestre que esa concepción no es mera retórica.
Por el contrario, entregarse a la campaña sucia, al reciclaje de hechos y casos del pasado, y a la manipulación electorera de la corrupción y la inseguridad, es algo fácil para lo que no se necesita ni mucha inteligencia ni mucha creatividad, y más grave aún, es algo que no demuestra ni sugiere capacidad de gobernar mediante la construcción de los acuerdos que el país requiere.