Hace unos días en una actividad de la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Costa Rica, un profesor cerró un conversatorio diciendo que la gestión de la ministra Cecilia Sánchez ha supuesto un punto de ruptura de un discurso represivo instalado en el debate político y en el imaginario colectivo durante más de 25 años. Es verdad. El tema penitenciario es incómodo, una institución muy problemática, mucho más en países como los latinoamericanos en los que la mayoría de privados de libertad son fruto de modelos de desarrollo que han favorecido la fractura social y generado enormes sectores excluidos del bienestar económico, cultural o simbólico.
No es solo su difícil encaje democrático, pues supone la negación o la flexibilización al menos de las atribuciones a las que cualquier persona tiene derecho en el marco constitucional de una sociedad democrática. Es también la idea repetida un día sí y otro también de que la cárcel pondrá fin a la violencia, al machismo, a la contaminación de los ríos, a la evasión fiscal, a la intolerancia religiosa o a la discriminación por orientación sexual, etc. Los grupos políticos, y allí se toca todo el arco ideológico, han ofrecido el encierro como respuesta a (casi) todos los problemas sociales. Han sido irresponsables, han sido ingenuos o ambas cosas. Nos han hecho creer que la cárcel era una suerte de destino, que aniquila todo lo que nos resulta peligroso, incómodo, problemático o inmoral. En un depósito donde desechar a los indeseables para olvidarnos de que existen. Pero no es así. Desafortunadamente, esa cortedad de miras no alcanza para tapar la pertinaz y obcecada realidad.
Allí está la paradoja, la cárcel se ofrece como recurso ejemplarizante, como mecanismo para disuadir las conductas delictivas y alimentar nuestras esperanzas de una sociedad más segura y menos violenta. Sin embargo, detrás de ella se esconde una maraña de efectos colaterales sobre el privado de libertad y su entono familiar que, en la mayoría de los casos, únicamente sirve para arrinconarlos a más marginalidad y, aunque escoza reconocerlo, a que los que esperan más seguridad con el apartamiento se encuentren más inseguros y con mayor riesgo de convertirse en víctimas de la violencia.
Por años, el Ministerio de Justicia se ha dedicado a administrar las cárceles y, al menos desde lo político -habría que ver si por ignorancia o por puro cinismo-, a disimular que el ensanchamiento del sistema penal, con el que se aumentaron penas, se eliminaron beneficios carcelarios o se crearon nuevos delitos, no ha parado la violencia y ha sumado, en cambio, más excluidos. Se prefirió ofrecer más construcciones y pasar de puntillas por los temas de fondo.
Ha sido una mujer pensionada, que recibe los mismos ingresos que si estuviera en la casa disfrutando, cómodamente, de su jubilación, la que ha dicho y hecho lo que nadie, con poder de decisión, se atrevió a decir o hacer antes. El rupturismo de Cecilia Sánchez, cuya gestión cumplió 24 meses el pasado 1 de agosto, ha molestado porque es mucho más fácil ocultar la realidad en la que nos retratamos que plantarle cara.
Sin duda habrá muchos, yo incluido, que ideológicamente estemos situados junto a la ministra. Sin embargo, después de trabajar a su lado estos meses no tengo duda de que los cambios no se hubieran impulsado solo por unas convicciones teóricas. Hacía falta algo más.
Hace algún tiempo, en una reunión, Alberto Binder, jurista argentino, dijo que quizás había llegado el momento en que se necesitara menos de Michel Foucault y más de Concepción Arenal. Es decir, menos de debates teóricos en los que, desde la academia pocos discreparían y más de acciones concretas y contramayoritarias para, de verdad, recuperar la dignidad de grupos de personas cuya condición de humanidad no han perdido pero de la que el Estado, a fuerza de una inercia escalofriante para no parecer débil, ha ido despojando. Concepción Arenal fue una mujer del siglo XIX que en la España de entonces denunció las condiciones de hacinamiento y deterioro en las que vivían miles de reclusos. No se conformó con teorizar, se empleó a fondo para transformar un sistema colapsado.
La ministra ha exigido mejores procesos de atención y promovido cambios estructurales como la presentación de proyectos de ley, la creación de nuevos modelos para el abordaje técnico o de una oficina para el acompañamiento en el egreso o el cierre de Las Tumbas. Pero ha sido más que eso, y es justo decirlo porque de estas cosas nunca se hablan. El estilo y las formas también cuentan.
La sensibilidad de la ministra conmueve, se trata de una mujer cuyos apuros están en transformar lo que hay, con una solidez teórica fuera de toda duda, pero también en vincularse con las personas encarceladas. Y no es caridad cristiana, no es creyente, ni puro asistencialismo aburguesado. La inspira una inquebrantable certeza de que las personas merecen ser tratadas con dignidad, por una moralidad elemental para empatizar con los demás. La gente no sabe de quienes la buscan en el despacho para que las ayude a encontrar un trabajo, de los padres de privados de libertad desesperados que le piden una cita a veces solo para desahogarse, de los días que se le acaban en una celda seguidos de interminables correos o llamadas telefónicas que permitan dar respuesta a los innumerables problemas con los que se ha topado o de los fines de semana escuchando a las familias en los centros penales. Cecilia Sánchez ha demostrado la importancia de feminizar la política, de generar liderazgos transformacionales que, como escribía hace un tiempo una feminista española, “faciliten encuentros y sincronicen ritmos” a partir de relatos e imaginarios comunes construidos desde la horizontalidad.
Ha habido una ruptura, claro; el reto, junto a mantenerlo, pasa por convencernos de que más allá de nuestros mitos fundacionales, una sociedad será verdaderamente democrática cuando sea capaz de reconocerse en los otros y, no podría ser de modo distinto, eso supone que haya hombres y mujeres que no dejen de decirlo y demostrarlo con acciones.
Marco Feoli V.