Por Jaime Ordónez
Los niños de antes éramos más tontos. No teníamos la red ni tanta información. Pero quizá leíamos mas. Desde pequeño tuve acceso a la biblioteca de mi padre y, literalmente, salté de “La Isla del Tesoro” de Robert L. Stevenson y las novelas de Julio Verne a alguna obras mágicas como La Odisea de Homero, o el Mío Cid (dos novelas que definen el sentido del universo, de la vida como gesta, y,además, del honor). Y de allí a una gran cantidad de títulos que fui devorando, desde los ocho a los diecisiete años. De Verlaine a Dario; de Dos Passos a Russell. Leía de todo, sin orden ni concierto. Alternaba la lectura con la mejenga de 3 a 5, los amigos del barrio y la vecina rubia de la que uno estaba enamorado secretamente. Así era la adolescencia de aquellos tiempos, siempre marcada por el sol, la lluvia y las largas tardes del mundo pre-internet. Nunca podré agradecerles lo suficiente a mi padre y a mi madre el amor por la lectura que inculcaron en mí.
En este año 2015 que se celebran los cien años de la “Metamorfosis”, he caído, sin embargo, en la cuenta de que el novelista que más me impacto en la adolescencia y la primera juventud fue Franz Kafka. Y las dos novelas que mas me impresionaron fueron justamente “La Metamorfosis” y “El Castillo”. No las entendí del todo entonces (ahora lo veo claro) y fue hasta mi adultez que tome conciencia del valor devastador de sus dos metáforas. Por un lado, el hallazgo terrible de descubrir de la noche a la mañana la cotidianeidad desde un ángulo aterrador e incorrecto: desde un sujeto-escarabajo que es incapaz de relacionarse con su entorno en forma normal, lo cual implica algo cercano al terror epistemológico. El descubrimiento imprevisto del sujeto y el mundo que lo rodea y que entrevé el espanto que puede resultar del más sencillo y simple acto cotidiano. Fue una enseñanza devastadora: aprendí a ver, a partir de ese momento, el mundo siempre con otros ojos. A no dar nada por sentado. Lo fáctico y común siempre pueden ser otra cosa.
Sobre la metáfora del agrimensor K. en “El Castillo se han escrito bibliotecas: la soledad del hombre contemporáneo ante los oscuros pasadizos del poder, ante las estructuras; las búsquedas laberínticas que signan nuestra vida. La persecusión del poder, siempre inasible. Sin embargo, hay algo en la lectura de la peripecia jadeante y compleja del agrimensor K que no puede ser descrito con palabras, una cierta ansiedad existencial que lo toma uno conforme va leyendo. Y sabe el lector que, a partir de ese momento, la vida no será jamás igual. Que ese oscuro y complejo abogado de origen judío, siempre con su levita negra y que vivía en la oscura y a la vez luminosa Praga del cambio de siglo, tuvo la clarividencia para describir y anunciar con sus palabras algo que todos sentíamos pero no podíamos poner sobre el papel; de llegar a un registro singular y complejo que nos sirvió para entender el complejo mundo que nos tocaría vivir.