Por Carlos Murillo
Desde hace poco más de una década los partidos políticos enfrentan serios problemas para satisfacer las demandas de la ciudadanía; perdiendo, en buena medida, su función de intermediación entre la gente y el gobierno, dificultando la operación del sistema político. Incluso, en mi criterio, en la gran mayoría de los casos se han convertido en mecanismos político-electorales al servicio de intereses personales y de pequeñas élites, ni siquiera de lo que en el pasado se consideraba la clase política. Esto ha hecho que los partidos aparezcan y desaparezcan con relativa facilidad. Hasta parece que algunos no fueron creados para gobernar, sino para ser partidos de oposición. Para no ir muy lejos, en el caso de Costa Rica hay evidencias de que esto le sucede al PAC y al FA.
Sin embargo, en los últimos años la crisis, por lo que se ha llegado a denominar el “desencanto democrático” de la ciudadanía, ha abarcado a las élites y a los líderes. De esto hay muchos ejemplos, entre los que se puede citar a Donald Trump y en general a las élites política y económica estadounidenses. Entre estas últimas están la de Wall Street (que por cierto Trump utiliza para cuestionar a su adversaria, aunque él forma parte de ese grupo) y a la Familia Bush, considerando que Jeb ni siquiera logró llegar a la mitad del proceso de las primarias republicanas.
También está el ejemplo de Venezuela con Nicolás Maduro y su pequeño grupo autodenominado chavista, que logra mantenerse en el poder a través de coartar la dinámica natural del sistema político y comprar el respaldo de las fuerzas armadas. En este caso ni siquiera se puede pensar en una clase política gobernante; pues el chavismo nació y murió con Hugo Chávez, y no llegó a ser ni siquiera un planteamiento político-ideológico, sino un refrito que tuvo aceptación gracias al uso del sentimiento “antiestadounidense” (no antiimperialista) como recurso discursivo.
Está la experiencia de David Cameron y su referéndum sobre el Brexit. Difícilmente un líder convoca a una consulta, sin tener la presión para ello, que le hará renunciar al poder. Cameron no supo construir un discurso para atraer a la mayoría de la ciudadanía que no apoyaba la salida de la Unión Europea.
Otro ejemplo y estilo de crisis de liderazgo es el de la pareja Ortega-Murillo en Nicaragua. Hoy no es posible hablar de sandinismo, este desapareció hace buen rato. El poder hoy está copado no por un líder, Daniel Ortega (en realidad Rosario Murillo), que no es capaz de atraer el apoyo del electorado con un proyecto político-ideológico, sino que simplemente recurre a una dictadura “totalitaria” (para diferenciarla de la dictadura autoritaria de la Dinastía Somoza). La pareja presidencial influye hasta en las decisiones de las autoridades universitarias, manipulando el presupuesto, buscan adaptar las políticas a los intereses del dúo Ortega-Murillo. En las escuelas y colegios se premia a quienes escriban sobre las bondades del gobierno. Y ahora se encamina a la dinastía del siglo XXI en Nicaragua, pues en caso de que Ortega muera (tiene serios problemas de salud) quien ocupará la presidencia es Murillo. Y en los comicios presidenciales de 2021 el candidato y presidente será Laureano Ortega Murillo.
Los ejemplos sobran, evidenciando la crisis de liderazgo y de las élites en todo el mundo. Esto, sin duda, incrementará el desencanto democrático y la crisis del sistema político como se ha conocido en los últimos siglos. Un triunfo de Trump constituiría un punto de giro, por la posición que ocupa Estados Unidos en el sistema internacional. Lo cual no quiere decir que la victoria de Clinton revierta el proceso de decadencia de las élites. Por eso la pregunta es ¿cuál país no enfrenta esa situación hoy?