Por Jaime Ordónez
Me encuentro con Sergio Ramírez y con Tulita en la casa de nuestro común amigo, el periodista Carlos Fernando Chamorro, en las afueras de esta ciudad pululante y desordenada que allá abajo, junto al lago, hierve como una sopa al mediodía. Y nada más empezar la charla, a los pocos minutos, le queda a uno claro cómo es la mente de los escritores de raza. Basta que se me ocurra hacer una simple pregunta sobre una supuesta casa embrujada en la cuesta ´que baja por Carretera Sur, dirección El Cruce rumbo a Managua (una historia estrafalaria que me han contado decenas de choferes y personas en las últimas décadas) para que esto le dé pie a Sergio para enhebrar una historia, o una posible multitud de ellas.
El relato dela casa embrujada deriva en otra historia, en la de un viejo hacendado de apellido Cabrera, pues la casa en cuestión-- donde habían muerto varias personas en distintas épocas, y los objetos levitaban-- estaba justamente en sus fincas y terrenos. En la vieja usanza de los patriarcas del siglo XIX, nuestro hacendado Cabrera tenía familia doble, triple o múltiple, vaya a saber usted. Un Aureliano Buendía a la nica, con todas las de ley y todas sus espuelas. Tenía su esposa legítima, con hijos; su amante oficial, también con sus hijos, además de algunas otras amantes no oficiales y demás progenie no muy determinada. Un buen día decide morirse el señor y resulta que la mala hora le toca en la casa de su amante, y ello abre un serio debate (en los minutos y horas posteriores a su deceso) sobre el lugar dónde se velaría el cuerpo. La amante se resiste entregarlo a la esposa legítima, los distintos hijos de las varias familias reclaman potestad y dominio del cuerpo y el féretro, en fin, los complejos protocolos que siguen a la muerte…
La historia termina con la vela del cuerpo de Cabrera en la sede oficial de la Cruz Roja (de quien el difunto era presidente honorario), un territorio neutral, mientras probablemente las dos familias (o las varias familias) se veían cada uno desde lados opuestos del féretro, cruzándose miradas fieras como cuchillas. La Cruz Roja a su vez se lo entrega a al cura católico de la circunscripción, quien finalmente accede entregárselo a la familia oficial para los oficios del caso…
Este relato sucedió apenas al inicio del almuerzo, no habíamos siquiera entrado al plato fuerte. Y me di cuenta que Sergio tenía ya en su mente otra historia, otro argumento (que quizá encontremos pronto en alguno de sus próximos libros). Una historia abigarrada, compleja, una fábula como sólo en América Latina suceden. Una historia que también podría haber contado Gabo, o el gran Julio Ramón Ribeyro, o Juan Rulfo, este en un relato mucho más pequeño, quizá de apenas ciento cincuenta palabras.
Así funciona la mente de los escritores. Cuando estábamos terminando el almuerzo, me acorde de una página autobiográfica de Alberto Moravia, confesando que, desde ya muy joven, al caminar por la calle y ver un hecho que lo sobresaltaba, se lo imaginaba siempre como una hoja de papel en blanco, donde escribía y escribía… Y así imaginaba la vida. Como una hoja blanca donde escribir.
Ese mediodía en Managua saludábamos a Sergio pues poco después viajaría a México a recibir el premio Internacional Carlos Fuentes por su obra literaria, uno de los reconocimientos más importantes de la lengua castellana. Sirva esta nota como un pequeño homenaje a uno de nuestros más grandes narradores centroamericanos.