Independientemente de que las verdaderas intenciones de cambio estarán por verse a futuro, es incuestionable que el encuentro del martes en Singapur entre los presidentes de Estados Unidos y Corea de Norte, fue histórico.
No sólo porque derribaron muros de décadas de separación entre ambos países, sino porque entre Trump y Kim, lo que vimos, leímos y escuchamos en los meses precedentes a ese peculiar encuentro, fueron insultos y epítetos de toda índole.
Menos sorprendente deben resultar en la era de vértigo de la política internacional, los desencuentros del magnate presidente estadounidenses con sus homólogos del G-7 puestos de manifiesto el fin de semana anteiror en Canadá.
Y en cuanto a nuestro patio, por suerte (hay que decirlo) somos pacifistas (exentos de ejército) porque si se trata de verbo y descalificación, estamos en pie de guerra siempre; sea para hablar de la selección de fútbol, la interpretación de las manifestaciones del Ministro de Educación y hasta la asistencia del Presidente de la República a un oficio religioso.
Por suerte, nuestros obispos de lo que deben ocuparse es de los inaceptables excesos de uno de sus pastores y no del ajusticiamiento inmisericorde de la feligresía, como ocurre con sus acongojados homólogos de Nicaragua.