Por Lafitte Fernández
Byan Ruiz y otros jugadores costarricenses me enseñaron que el miedo es producto de la ignorancia y de la falta de fe.
Cuando vi a Salvador Samayoa, un destacado intelectual salvadoreño, luciendo una camisa roja, me convencí que sería el amuleto nacional. Aunque no soy supersticioso, al “pollo”, como le llaman, lo transformé en el sustituto del Padrenuestro de al menos un centenar de ticos.
Salvador estuvo casado con una costarricense, quien murió hace algunos años. Uno de sus hijos es tico. Creo que sus raíces están en San Ramón. Con él jugaba fútbol hace muchos años. Buen zurdo, buen jugador. Además, tiene una cara de tico que no se pierde ni en el mercado central.
Luego llegaron otros salvadoreños al restaurante donde Mimí Prado -la buena embajadora que pronto se regresa a su país- nos convocó a todos a gastar saliva, alma y emociones para hacerle fuerza a Costa Rica. Y de paso, sufrir frente al equipo de Grecia como animales acorralados y cercanos al patíbulo.
De pronto también se apareció Florentín Meléndez, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, con su esposa. Florentín, a quien conozco hace años, es un experto en derechos humanos. Pasó buenas temporadas en Costa Rica donde está instalada la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Un poco más allá me encontré a Benjamín Cuéllar, otro peleador por los derechos humanos, con una camisa de la selección de Costa Rica encima. La verdad es que nunca me he sentido más abrigado por los salvadoreños como el domingo en ese vasto restaurante. Cada uno de ellos me parecían miembros de una minoría ilustrada que nos ayudaban a defender una utopía: ganarle a Grecia, meterse entre los ocho mejores equipos del mundo y permitir que Costa Rica se pruebe como nación, ante millones de espectadores del planeta.
Todos esos personajes son salvadoreños influyentes que, genuinamente, abrazan causas de costarricenses cuando es necesario. No las fingen. Estoy seguro que Manlio Argueta, otro destacado escritor salvadoreño que vivió más de una década en Costa Rica, habría deseado estar ahí para hacer fuerza entre lo nostálgico y lo profético, entre la persecución de una bola de fútbol y la fe y los sueños de un pueblo entero.
En el restaurante nos congregamos más de cien costarricenses vinculados, de alguna manera, a El Salvador. Unos trabajan aquí. Otros llegaron hace poco. En este país centroamericano hay hasta gente que huyó de la guerra civil porque eran “mariachis” y escaparon de las tropas y los recelos de José Figueres. Además, aquí hay de todo: desde ex novias de turrialbeños, mi tierra de origen, que sobrepasan los setenta años, hasta gente que huyó porque no quiere, o no puede, pagar una pensión alimenticia. Literalmente, hay de todo.
No sé por qué pero me gusta, y lo disfruto, mirar partidos de la selección de fútbol costarricense fuera de ese país. Tal vez me equivoco pero la distancia inflama el pecho para cantar himnos y canciones creadas para el campeonato mundial de los años noventa como el “agárrense de las manos”.
Además, cuando se juntan costarricenses parece que nace un magnetismo colectivo como si se pudiese transmitir las ganas de luchar y de vencer a miles de kilómetros de Brasil.
Y ahí estábamos todos. Éramos más costarricenses de los que siempre pensé que vivían en El Salvador. Mimí, la embajadora, no fue discreta. Se pintó dos banderas de Costa Rica en sus cachetes. Otros, como Carlos Manuel Echeverría, personero del SICA, llegó al restaurante con un chonete de campesinos. Cada uno usó lo que pudo. Hasta un perro salchicha forrado con una bandera nacional llevó una parroquiana.
Ahora pienso que, por momentos, ese restaurante salvadoreño se convertía en una suerte de iglesia adonde los costarricenses acudíamos a soltar una y mil plegarias por el país.
En Costa Rica hay una suerte de fuerza telúrica que reúne las convicciones de todos. Todo el ancho territorio es una especie de iglesia, pero cuando se está lejos de tu tierra hay que construir prolongaciones de la fe en cualquier rincón que se pueda. Ahí comienzan las diferencias. Cualquier sitio es una especie de pequeño confesionario donde se cruzan los dedos y se grita el “záfala” a lo Mimí Prado.
Comienza el partido. La gente se transforma en una masa vocinglera. El partido está duro, enredado. Los griegos no se desarman. No llegan al marco de Navas pero tampoco permiten que se les toque la cara.Los griegos no dan chance a ningún soplo de rebeldía futbolística. Sus más de dos mil años de civilización no estaban dispuestos a permitir que una herencia indígena y española de poco más de quinientos años los desafiara. Hasta en eso pensaba cuando escuchaba que un jugador griego lo llamaban Sócrates.
Pero Costa Rica quería estallar la pólvora en esa guerra por el balón de fútbol. Y entonces, después del primer tiempo, Bryan Ruiz, un sobresaliente as de José Luis Pinto nos puso a gritar a todos.
No sé cuánta cerveza me cayó encima pero difícilmente se bebía ahí agua bendita. ¡Goool!, gritaba Pabel Bolívar, un tico llegado desde Guápiles. Parecía que quería enseñarles las glándulas a todos. Luis Canizalez, un periodista amigo, otro salvadoreño solidario, se atragantó una papa frita ante la gritería costarricense. Parecía que el altar que se había construido ahí era herencia de unos cuantos muralistas al instante.
Después llegaron momentos de héroes y mártires. Al minuto sesenta y cinco el árbitro bota de la cancha a Duarte. Y desde entonces, los costarricenses nos hicimos préstamos teóricos: “que está mal expulsado….que ese árbitro es un vendido…que Sócrates nos echó una maldición….”. La verdad, nació un desfile de agravios de cien costarricenses contra un juez extraño y severo. Mario Bruno, un buen amigo con sangre costarricense e italiana, fue más directo: “es un sinvergüenza”, dijo.
Entonces las plegarias cambiaron: se debía aguantar el gol de la distancia e impedir que los griegos agraviaran a Navas. “¡Aguanta Navas que eres el mejor de España!”, gritó alguien en algún rincón.
Después todos saben lo que pasó: nos empataron casi acabando el partido y, con diez jugadores, la misión se volvía casi imposible. Pero, pese a eso Pinto nos proporcionó otra lección: se volvió general de su propia apuesta y dijo…”como estoy débil para defender, ataqué”. Y así introdujo al Chiqui Brenes cuando yo habría jurado que metería otro defensa y apostarle al empate y a los dedos de Navas. Mientras miraba la pantalla del televisor, sospeché que Pinto le dijo a Brenes que atacara las flaquezas de los griegos. La táctica fue siempre media guerrillera, método que los salvadoreños conocen bien.
Después, creo que quien no sabía rezar, aprendió a hacerlo en ese restaurante de San Salvador. Pero había que definir el ritual final: que ningún jugador costarricense botara ni un solo penal, y que Navas hiciera méritos para ganarse una condecoración nacional.
La idea no se descarrió. Al final, Michael Umaña reivindicó, en ese templo de gritones, aquello de que Dios no está del lado de los grandes batallones sino de los mejores tiradores. Y eso nos alejó de la extinción. Y así nos hicimos parte de los ocho mejores equipos del mundo.
Desde entonces, ya no hago pausas ni interrupciones…un par de cervezas más y me fui a dormir. Umaña, Bryan Ruiz y otros jugadores costarricenses me enseñaron que el miedo es producto de la ignorancia y de la falta de fe.